He escrito tanto que no sé si lo que voy a contar ya lo conté una vez -o dos, o tres-, pero da igual, el caso es que hace algún tiempo vino a nuestra agencia comarcal un chico de Gambia a quien le habían denegado la renovación de su permiso de trabajo por una deuda contraída con la Seguridad Social. Ascendía a unos doscientos y pico euros, si no recuerdo mal, una cantidad de la que no disponía pues llevaba sin trabajar varios meses. Nos explicó que subsistía gracias a la solidaridad de algunos amigos y, en un momento dado, se puso a llorar. Cuando el joven se levantó de su silla una señora mayor de Barbastro le sustituyó. Tras resolver la consulta que la había traído a nuestra oficina comentó que no había podido evitar ver cómo lloraba el joven negro, algo que le había conmovido. Nos preguntó el motivo de su desesperación y nosotros, preservando los datos más confidenciales, le comentamos muy por encima lo que había pasado. Ella dijo que quería pagar la deuda, que le dijésemos dónde debía ingresar el dinero; también nos pidió con vehemencia que todo aquello quedara en el anonimato más absoluto. Tras unos instantes de desconcierto le dimos un número de cuenta y al final de la mañana la buena señora regresó con un recibo que enviamos por fax a Huesca. La deuda de aquel desconocido había sido saldada y ya podía renovar su permiso de trabajo en España. Obviamente nos pusimos en contacto con él para comunicarle la buena noticia y se presentó en la agencia y nos rogó y suplicó la identidad de su benefactora. Sólo quiero darle las gracias, decía con los ojos húmedos e incrédulos, pero no podíamos incumplir nuestra promesa.
Hoy, conmocionado por la tragedia del terrible accidente ferroviario en Santiago de Compostela, recordé a aquella señora y lo que había hecho. Pensé en ella cuando los medios de comunicación señalaban la generosidad de los vecinos que en los primeros momentos de caos salieron de sus casas dispuestos a ayudar a sus semejantes sin pensárselo dos veces, enfrentándose con valor a situaciones traumáticas, dando consuelo a los heridos con el contacto físico de una mano o una voz amiga mientras esperaban la llegada de las ambulancias.
Como trabajo diariamente con personas, con seres humanos milagrosamente comunes y corrientes, esa información no me sorprendió: yo sé que la gente es buena, lo he comprobado muchas veces, lo cual no me conmueve menos ni disminuye mi pequeña pero palpitante esperanza.
viernes, 26 de julio de 2013
Samaria
Publicado por Jesús Miramón a las 1:15
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3 comentarios:
¡Muchísimas gracias por contárnoslo, Jesús! Me reconforta, me conmueve.
Besos
La gente común es la sal de la tierra. Continúo conmocionado y emocionado con lo sucedido en Galicia. Un beso, Elvira.
la sal de la tierra... gracias Jesús...
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